Rafael Félix Bell Rodríguez, PhD - María Teresa García Eligio de la Puente, PhD.
De esta forma, podemos afirmar que la inclusión no es una acción aislada, sino es un proceso dinámico,
estructural y multisectorial, en el que diferentes actores sociales como el Estado, el sector privado, las
organizaciones civiles, la comunidad, etc. interactúan con el objetivo de alcanzar una participación
equitativa de todas las personas en la vida social, cultural, económica y política (CEPAL, 2016;
UNESCO, 2020).
De acuerdo con la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, la inclusión es un componente
transversal del desarrollo humano sostenible. El Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) 10 propone
“reducir las desigualdades dentro y entre los países”, mientras que otros ODS —como el 4 (educación
de calidad) y el 16 (paz, justicia e instituciones sólidas)— refuerzan la idea de que la inclusión requiere
coordinación interinstitucional y cooperación entre sectores (ONU, 2015).
Asimismo, Sen (1999) en su enfoque de las capacidades, plantea que el desarrollo inclusivo implica
ampliar las oportunidades reales de las personas para que puedan ejercer su libertad y participar
plenamente en la sociedad. Esto solo es posible mediante la acción conjunta de múltiples sectores que
garanticen condiciones equitativas.
Por tanto, la inclusión como proceso intersectorial: integra políticas y acciones coordinadas entre
diferentes sectores; promueve la corresponsabilidad social, al involucrar tanto al Estado como a la
sociedad civil y el sector privado; es esencial para construir sociedades inclusivas, democráticas y
sostenibles, donde todas las personas puedan participar y desarrollarse plenamente.
El proceso continuo de transformación de la educación inclusiva busca eliminar todo tipo de barreras
y facilitar la plena participación de todos y todas. Para ello se requiere de la integración de diversas
perspectivas que la fortalezcan y permitan su adecuado desarrollo. Entre ellas, la perspectiva
lingüística y la perspectiva axiológica adquieren especial relevancia, pues permiten abordar la inclusión
desde dimensiones importantes. Ambas perspectivas posibilitan una comprensión más profunda de la
educación inclusiva como un proceso no solo técnico o metodológico, sino también cultural y moral,
orientado a la formación de comunidades educativas verdaderamente democráticas y pluralistas. Por
ello nos ocuparemos de inmediato de estas perspectivas.
Perspectiva lingüística de la educación inclusiva
El lenguaje no es una herramienta neutral, sino un constructor activo de la realidad social y las
identidades personales (Ponce Díaz y Riveros Diegues, 2021). Por tal motivo, nos debemos enfocar
en usar un lenguaje que no discrimine, que sea respetuoso y que visibilice a todas las personas,
evitando estereotipos y prejuicios de género, etnia, características físicas, condiciones o estatus
socioeconómico. Esto se traduce en el uso del lenguaje inclusivo, que debe tener en cuenta la
personalización del lenguaje para adaptarse a las necesidades individuales de cada persona y
promover la valoración de lenguas y culturas diversas, como las lenguas indígenas, las lenguas de
señas, los sistemas aumentativos o alternativos de comunicación. por solo mencionar algunas, para
construir un entorno equitativo y respetuoso.
Elizabeth Walton (2016), expresa que el lenguaje construye lo que entendemos por “inclusión” y
también por “exclusión”: los textos, las metáforas y los discursos en contextos educativos configuran
qué se considera normal, visible o valorado, y qué se convierte en marginado o invisibilizado. De esta
forma, el lenguaje deja de ser accesorio y adquiere un papel central en la educación inclusiva: no sólo
teniendo en cuenta qué se dice, sino también cómo se dice y a quién va dirigido.
La utilización de un lenguaje inclusivo, es decir, un lenguaje que evita estereotipos, jerarquías implícitas
o explícitas basadas en género, etnia, condición de discapacidad, estatus socioeconómico, orientación
sexual u otras expresiones de la diversidad, favorece la creación de un clima en el cual todas las
personas se sienten reconocidas, valoradas y apreciadas. Francis R. Ackah‑Jnr, John Appiah y Alex
Kwao (2022) llevaron a cabo un estudio en educación infantil que muestra cómo el uso de lenguaje no
inclusivo por parte del profesorado puede limitar la motivación, participación y bienestar emocional de
los educandos, mientras que el uso de un lenguaje inclusivo lo vinculan con mejores dinámicas de
aprendizaje y colaboración.
La perspectiva lingüística también comprende la dimensión discursiva, simbólica y de poder: no basta
con la accesibilidad curricular o física, sino es necesaria una inclusión simbólica. En palabras de Walton
(2016), el lenguaje “determina lo que sabemos y entendemos acerca de asuntos relacionados con la
inclusión/exclusión” en la educación. Esto significa que los materiales didácticos, las interacciones, la
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Vol. 13 No.3, ISSN 1390-9789, diciembre, 2025